sábado, 24 de diciembre de 2011

Tiernas caricias de madrugada


  Tu tacto es cálido como un atardecer de verano, susurras al despertarte su dulce caricia en la espalda. A punto de girarte para abrazarla, de pronto recuerdas que estás solo en casa. Enciendes la luz y apuntas en la agenda: Urgente, comprar raticida.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Entre sus pares


El pie derecho se me resiste, pero el resto de su cuerpo ya se encuentra sometido a mi voluntad. Incluso podría, si quisiera, hacerle hablar lenguas desconocidas, arrojar chorros de vómito verde o girar la cabeza 360 grados. Pero ya estoy hastiado de estos jueguecitos, para este cuerpo tengo preparado algo mucho más interesante. Arrastrando el pie insurrecto, llego hasta la limusina blindada. El chofer, al abrirme la puerta,  me mira con el rabillo del ojo. No es nada, un accidente de golf, le tranquilizo. Él asiente, solemne; luego pregunta: ¿A dónde le llevo, Excelencia? Empezaremos por Wall Street, allí siempre me siento como en casa.

Hermosa pesadilla


Nota las piernas pesadas, muy pesadas. Subo, escalón a escalón, arrastrándolas como puedo. Debo llegar al final de la escalera. Mis compañeros suben corriendo, se alejan sin advertir que estoy en apuros; no se giran cuando les grito, suplicando ayuda. ¿Qué pasa? ¿No me escuchan? Pero… un segundo. Miro en derredor. Todo es muy real, pero algo no encaja. ¡Claro!, no es más que un sueño. En realidad, a mis piernas no les pasa nada, pienso con alivio. Casi inmediatamente, como respondiendo a esta subita revelación, todo empieza  a disolverse alrededor. Abro lentamente los ojos. La enfermera se sienta en mi cama, pasa un paño humedo por mi frente y me coloca bien el respirador. ¿Has tenido una pesadilla?, pregunta. Parpadeo dos veces. Significa que no.

sábado, 3 de diciembre de 2011

La forma de crear


Las palabras, lánguidamente, se han ido posado de nuevo sobre el libro. Don Miguel, tomándolo entre sus manos, lee la primera línea: “Hidalgo corredor de lugar nombre Mancha acordarme rocín adarga…” No, tampoco esta vez. Se acoda sobre la mesa y, suspirando ruidosamente, hunde el rostro entre las manos. Luego se agarra la cabeza y la zarandea y la zarandea. De repente, el libro vuelve a estar en blanco, pues las palabras han estallado, y flotan y revolotean en enjambres  de tinta negra, y ocupan otra vez todo el aire de la habitación. Y Don Miguel reza, reza por que esta vez, cuando sedimenten sobre las páginas en blanco, por fin lo hagan en el orden correcto.